
Desde un valle encantado, donde nocturno el brillo estelar abunda, una niña abrió el cielo para sembrarse en árida tierra con ensueño. Franqueando el rocoso camino se vistió con las túnicas de David y bordada su piel de hilos versados, desvanecida la costura al ojo corriente, se hizo inconsútil para sus menesteres. Dañada su infancia por el lance del destino, su percal llevó cubriendo su quinario cuerpecillo de angélico roce, de vislumbre curiosamente realzado. Por los salmos luego recogida. Suturada la memoria que desde la anciana “teóloga”, solo su amor procuraba, mientras las sabanillas albas de nubes remendaba, embellecía. Evangelizaba así, dando hostia a la hambrienta, fina sustancia etérea, que puntada a puntada, con su aguja de iridio, prendía en cadeneta fina el brío. Curó lo suficiente para depurar su mente y extraer del fruto la ambrosía esencial que luego vertería en su vida de maestra. La estela ceñida a su caligrafía universal, encontró la tinta púrpura de la más acariciadora poesía. Destellando hacia la cuna la canción divina. Circulando en la ronda las rimas celestes de la llaneza, que pide la inocencia. Cobijando a lo maternal con la verdad de la prosa espira. Realzando la humildad en la conquista madura, la del fruto pronto a la tierra, la del dulzor acuoso que no alcanza a saborearse en el labio propio, sino es goce al verse nutrir al otro. Chorreado del color intenso de la verdad que alcanza un mero par de ojos y que deja impreso en la conversación íntima y generosa con Jesús el Cristo.
Iris Leal