
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo una liebre con su madre que vivían en una madriguera en el prado. La madre liebre le contaba que una vez al año el sol hacía que sus rayos se convirtieran en pinceles. Con estos pinceles coloreaba los huevos de los tonos del arcoiris para repartirlos a los niños del mundo. Pero el sol sabía que las libres eran juguetonas y les pedía que los escondieran por todos lados para que los niños tuvieran que salir a buscarlos. Era ya tarde cuando la liebrecita se fue a saltar y jugar por el campo. Llegó sin darse cuenta a una huerta de un campesino y justo cerca de ella había un gran gallinero. La liebrecita nunca había visto uno y se impresionó de tanto cacareo y alboroto: - Quiquiriquí, cacaracá, buscan el trigo de aquí para allá-
-Cocorocó, cocorocó, el grano más grande lo pillo yo- Un pollito más pequeño que tu mano andaba buscando granos para comer y de pronto se encontró con la liebre. Se quedaron mirando y se pusieron a conversar. La libre le contaba de los huevos brillantes y de cuánto quería poder esconderlos, y el pollito se quedó pensando y le dijo- ¿Será cierto? mi madre, que es una gallina grande, pone un huevo cada tarde, blanco como las nubes. Sacaré uno cada día y te los traeré para que los guardes y ya veremos-. A la liebrecita le gustó la idea y así lo hicieron. A la mañana siguiente llegó el pollito con el primer huevo: -Aquí te dejo este tesoro, que espero algún día se vuelva de oro- Al otro día llegó con el segundo: -Aquí te dejo este tesoro, que espero algún día se vuelva de oro- Al otro día llegó con el tercero: -Aquí te dejo este tesoro, que espero algún día se vuelva de oro- Y al otro día con el cuarto huevo y el quinto, y así hasta que llegó con el séptimo huevo. El zorro, que siempre anda al asecho, había visto al delicioso pollito ir y venir y se quedó escondido para comérselo. Pero la liebre se dio cuenta de aquello, pues vio la cola del zorro asomada tras el tronco. Se acercó y saltó sobre ella. El zorro dió un grito y se puso a perseguirla. Rauda como el viento corría y saltaba todo lo que se cruzara en su camino y el zorro ágil y veloz casi la pillaba. De pronto ¡zas! y la liebre desapareció y el zorro mal humorado se fue refunfuñando. ¿Saben que había pasado? La liebre se había metido dentro de una madriguera que estaba vacía y se había quedado quieta como piedra. Cuando ya el zorro se había marchado, la liebre se fue donde estaban los huevos y decidió quedarse junto a ellos hasta que llegara el pollito. La libre se quedó esa noche cuidando los huevitos, algo sentía especial en su corazón, pero no sabía qué era y se quedó dormida.
La luna apareció en el cielo, ya era de noche y la liebrecita estaba durmiendo. La miró con sus ojos de plata y dejó caer un polvo de estrellas sobre ella. Entonces esa mañana el sol convirtió sus rayos en finos pinceles que fueron coloreando los huevos. Cuando la liebre despertó los encontró tan brillantes que apenas podía mirarlos y se puso a esconderlos saltando por todo el campo.
Cuando el pollito llegó ya no quedaban más huevos y no sabía qué pensar. Miró a un lado y luego al otro y de pronto vio que la liebre venía brincando rápidamente hasta donde estaba él. -Pollito anda a buscar los huevos brillantes y bonitos- El pollito enseguida se puso a buscarlos, bajo los troncos, en los arbustos, sobre la hierba, entre las flores y juntó muchos, muchos huevos. La liebrecita estaba muy contenta de ser ahora la liebre de pascua y el pollito estaba tan alegre de poder compartir sus bellos huevitos.
Iris Leal