La felicidad de una tarde abierta, donde el silencio reinó en su castillo de bosque, en sus conciertos tan vivos de silencio dulce.
La felicidad que desde el agua desprendía cristales, que desde la tierra decorada de hojas secas, crujía en su cantar de quiebre.
La felicidad de comprender al oído y de dejarlo libre, libre como lo verdad...
¡Qué felicidad más tranquila, más descansada y risueña!
¿Podrían deslizarse los remos en el agua o podrían batirse apurados por la senda acuosa sin romper la felicidad reinante?
Claro que podrían, ya que el castillo natural de las felicidades se abre y se encuentra en cada pedazo de estrella...
Iris Leal